Mensaje de Juan Pablo II a los participantes al Congreso

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Amadísimos hermanos y hermanas en Cristo:

1. “En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros, recordándoos sin cesar en nuestras oraciones. Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre la obra de vuestra fe, los trabajos de vuestra caridad y la tenacidad de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor” (1 Ts 1, 2-3). Estas palabras del apóstol san Pablo resuenan con gran alegría en mi corazón mientras, a la espera de encontrarme con vosotros en el Vaticano, os envío a todos un cordial saludo y os aseguro mi cercanía espiritual.

Dirijo un saludo afectuoso al presidente del Consejo pontificio para los laicos, cardenal James Francis Stafford; al secretario, monseñor Stanislaw Rylko, y a los colaboradores del dicasterio. Extiendo mi saludo a los responsables y a los delegados de los diferentes movimientos, a los pastores que los acompañan y a los ilustres relatores.

Durante los trabajos del Congreso mundial, afrontáis el tema: “Los movimientos eclesiales: comunión y misión en el umbral del tercer milenio”. Doy las gracias al Consejo pontificio para los laicos, que se ha ocupado de la promoción y la organización de esta importante asamblea, así como a los movimientos que han acogido con pronta disponibilidad la invitación que os dirigí en la Vigilia de Pentecostés de hace dos años. En esa ocasión expresé mi deseo de que, en el camino hacia el gran jubileo del año 2000, durante el año dedicado al Espíritu Santo, dieran un “testimonio común” y “en comunión con los pastores y en armonía con las iniciativas diocesanas, llevaran al corazón de la Iglesia su riqueza espiritual y, por ello, educativa y misionera, como valiosa experiencia y propuesta de vida cristiana” (Homilía de la Vigilia de Pentecostés, n. 7: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 31de mayo de1996, p.4).

Deseo de corazón que vuestro congreso y el encuentro del 30 de mayo de 1998 en la plaza de San Pedro pongan de manifiesto la fecunda vitalidad de los movimientos en el pueblo de Dios, que se prepara para cruzar el umbral del tercer milenio de la era cristiana.

2. Pienso en este momento en los Coloquios internacionales organizados en Roma en 1981, en Rocca di Papa en 1987 y en Bratislava en 1991. Seguí sus trabajos con atención, acompañándolos con mi oración y mi constante aliento. Desde el comienzo de mi pontificado he atribuido especial importancia al camino de los movimientos eclesiales y, durante mis visitas pastorales a las parroquias y mis viajes apostólicos, he tenido la oportunidad de apreciar los frutos de su difundida y creciente presencia. He constatado con agrado su disponibilidad a poner sus energías al servicio de la Sede de Pedro y de las Iglesias particulares. He podido señalarlos como una novedad que aún espera ser acogida y valorada adecuadamente. Hoy percibo en ellos una autoconciencia más madura, y eso me alegra. Representan uno de los frutos más significativos de la primavera de la Iglesia que anunció el concilio Vaticano II, pero que, desgraciadamente, a menudo se ve entorpecida por el creciente proceso de secularización. Su presencia es alentadora, porque muestra que esta primavera avanza, manifestando la lozanía de la experiencia cristiana fundada en el encuentro personal con Cristo. A pesar de la diversidad de sus formas, los movimientos se caracterizan por su conciencia común de la “novedad” que la gracia bautismal aporta a la vida, por el singular deseo de profundizar el misterio de la comunión con Cristo y con los hermanos, y por la firme fidelidad al patrimonio de la fe transmitido por la corriente viva de la Tradición. Esto produce un renovado impulso misionero, que lleva a encontrarse con los hombres y mujeres de nuestra época, en las situaciones concretas en que se hallan, y a contemplar con una mirada rebosante de amor la dignidad, las necesidades y el destino de cada uno.

Estas son las razones del “testimonio común” que, gracias al servicio que os presta el Consejo pontificio para los laicos y con espíritu de amistad, de diálogo y de colaboración con todos los movimientos, se concreta ahora en este congreso mundial y, sobre todo, dentro de algunos días, en el esperado “encuentro” de la plaza de San Pedro. Por otra parte, se trata de un “testimonio común” que ya se manifestó y se comprobó en la laboriosa fase preparatoria de estos dos acontecimientos.

La significativa presencia entre vosotros de superiores y representantes de otros dicasterios de la Curia romana, de obispos procedentes de diversos continentes y naciones, de delegados de la Unión internacional de superiores y de superioras generales, y de invitados de diferentes instituciones y asociaciones, indica que toda la Iglesia participa en esta iniciativa, confirmando que la dimensión de comunión es esencial en la vida de los movimientos. También está presente la dimensión ecuménica, que se concreta en la participación de delegados fraternos de otras Iglesias y comuniones cristianas, a quienes dirijo un saludo particular.

3. El objetivo de este congreso mundial es, por un lado, profundizar la naturaleza teológica y la labor misionera de los movimientos y, por otro, favorecer la edificación recíproca mediante el intercambio de testimonios y experiencias. Por tanto, vuestro programa aborda los aspectos cruciales de la vida de los movimientos suscitados por el Espíritu de Cristo para dar un nuevo impulso apostólico a toda la comunidad eclesial. En la apertura de los trabajos, deseo proponer a vuestra atención algunas reflexiones que seguramente podremos subrayar ulteriormente durante la celebración en la plaza de San Pedro, el próximo 30 de mayo.

Representáis a más de cincuenta movimientos y nuevas formas de vida comunitaria, que son expresión de una variedad multiforme de carismas, métodos educativos, modalidades y finalidades apostólicas. Una multiplicidad vivida en la unidad de la fe, de la esperanza y de la caridad, en obediencia a Cristo y a los pastores de la Iglesia. Vuestra misma existencia es un himno a la unidad en la pluralidad querida por el Espíritu, y da testimonio de ella. Efectivamente, en el misterio de comunión del cuerpo de Cristo, la unidad no es jamás simple homogeneidad, negación de la diversidad, del mismo modo que la pluralidad no debe convertirse nunca en particularismo o dispersión. Por esa razón, cada una de vuestras realidades merece ser valorada por la contribución peculiar que brinda a la vida de la Iglesia.

4. ¿Qué se entiende, hoy, por “movimiento”? El término se refiere con frecuencia a realidades diferentes entre sí, a veces, incluso por su configuración canónica. Si, por una parte, ésta no puede ciertamente agotar ni fijar la riqueza de las formas suscitadas por la creatividad vivificante del Espíritu de Cristo, por otra indica una realidad eclesial concreta en la que participan principalmente laicos, un itinerario de fe y de testimonio cristiano que basa su método pedagógico en un carisma preciso otorgado a la persona del fundador en circunstancias y modos determinados.

La originalidad propia del carisma que da vida a un movimiento no pretende, ni podría hacerlo, añadir algo a la riqueza del depositum fidei, conservado por la Iglesia con celosa fidelidad. Pero constituye un fuerte apoyo, una llamada sugestiva y convincente a vivir en plenitud, con inteligencia y creatividad, la experiencia cristiana. Este es el requisito para encontrar respuestas adecuadas a los desafíos y urgencias de los tiempos y de las circunstancias históricas siempre diversas.

En esta perspectiva, los carismas reconocidos por la Iglesia representan caminos para profundizar en el conocimiento de Cristo y entregarse más generosamente a él, arraigándose, al mismo tiempo, cada vez más en la comunión con todo el pueblo cristiano. Así pues, merecen atención por parte de todos los miembros de la comunidad eclesial, empezando por los pastores, a quienes se ha confiado el cuidado de las Iglesias particulares, en comunión con el Vicario de Cristo. Los movimientos pueden dar, de este modo, una valiosa contribución a la dinámica vital de la única Iglesia, fundada sobre Pedro, en las diversas situaciones locales, sobre todo en las regiones donde la implantatio Ecclesiae está aún en ciernes o afronta muchas dificultades.

5. En varias ocasiones he subrayado que no existe contraste o contraposición en la Iglesia entre la dimensión institucional y la dimensión carismática, de la que los movimientos son una expresión significativa. Ambas son igualmente esenciales para la constitución divina de la Iglesia fundada por Jesús, porque contribuyen a hacer presente el misterio de Cristo y su obra salvífica en el mundo. Unidas, también, tienden a renovar, según sus modos propios, la autoconciencia de la Iglesia que, en cierto sentido, puede definirse “movimiento”, pues es la realización en el tiempo y en el espacio de la misión del Hijo por obra del Padre con la fuerza del Espíritu Santo.

Estoy convencido de que profundizaréis adecuadamente en estas consideraciones durante los trabajos de vuestro congreso, que acompaño con mi oración, para que den copiosos frutos para bien de la Iglesia y de la humanidad entera.

Con estos sentimientos, y a la espera de reunirme con vosotros en la plaza de San Pedro, en la Vigilia de Pentecostés, os imparto de corazón una especial bendición apostólica a vosotros y a cuantos representáis.

JUAN PABLO II

Vaticano, 27 de mayo de 1998

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