Discurso del Santo Padre

ap2008SP

Os acojo con alegría a todos vosotros, miembros y consultores, participantes en la XXIV asamblea plenaria del Consejo pontificio para los laicos. Dirijo un cordial saludo al presidente, cardenal Stanislaw Rylko, agradeciéndole las amables palabras que me ha dirigido; al secretario, monseñor Josef Clemens; y a todos los presentes. La composición misma de vuestro dicasterio, donde, junto a los pastores, trabaja una mayoría de fieles laicos procedentes de todo el mundo y de las más diferentes situaciones y experiencias, ofrece una imagen significativa de la comunidad orgánica que es la Iglesia, cuyo sacerdocio común, propio de los fieles bautizados, y el sacerdocio ordenado, hunden sus raíces en el único sacerdocio de Cristo, según modalidades esencialmente diversas, pero ordenadas la una a la otra. Habiendo llegado casi a la conclusión del Año sacerdotal, nos sentimos aún más testigos agradecidos de la sorprendente y generosa entrega y dedicación de tantos hombres «conquistados» por Cristo y configurados a él en el sacerdocio ordenado. Día tras día, acompañan el camino de los christifideles laici, proclamando la Palabra de Dios, comunicando su perdón y la reconciliación con él, invitando a la oración y ofreciendo como alimento el Cuerpo y la Sangre del Señor. De este misterio de comunión los fieles laicos sacan la energía profunda para ser testigos de Cristo en su vida diaria, en todas sus actividades y ambientes.

El tema de vuestra asamblea —«Testigos de Cristo en la comunidad política»— reviste particular importancia. Ciertamente, no forma parte de la misión de la Iglesia la formación técnica de los políticos. De hecho, hay varias instituciones que cumplen esa función. Su misión es, sin embargo, «emitir un juicio moral también sobre las cosas que afectan al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos, según la diversidad de tiempos y condiciones» (Gaudium et spes, 76). La Iglesia se concentra de modo especial en educar a los discípulos de Cristo, para que sean cada vez más testigos de su presencia en todas partes. Toca a los fieles laicos mostrar concretamente en la vida personal y familiar, en la vida social, cultural y política, que la fe permite leer de una forma nueva y profunda la realidad y transformarla; que la esperanza cristiana ensancha el horizonte limitado del hombre y lo proyecta hacia la verdadera altura de su ser, hacia Dios; que la caridad en la verdad es la fuerza más eficaz capaz de cambiar el mundo; que el Evangelio es garantía de libertad y mensaje de liberación; que los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, como la dignidad de la persona humana, la subsidiariedad y la solidaridad, son de gran actualidad y valor para la promoción de nuevas vías de desarrollo al servicio de todo el hombre y de todos los hombres. Compete también a los fieles laicos participar activamente en la vida política de modo siempre coherente con las enseñanzas de la Iglesia, compartiendo razones bien fundadas y grandes ideales en la dialéctica democrática y en la búsqueda de un amplio consenso con todos aquellos a quienes importa la defensa de la vida y de la libertad, la custodia de la verdad y del bien de la familia, la solidaridad con los necesitados y la búsqueda necesaria del bien común. Los cristianos no buscan la hegemonía política o cultural, sino, dondequiera que se comprometen, les mueve la certeza de que Cristo es la piedra angular de toda construcción humana (cf. Congregación para la doctrina de la fe, Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 24 de noviembre de 2002).

Retomando la expresión de mis predecesores, puedo afirmar yo también que la política es un ámbito muy importante del ejercicio de la caridad. Esta pide a los cristianos un fuerte compromiso en favor de la ciudadanía, para la construcción de una vida buena en las naciones, como también para una presencia eficaz en las sedes y en los programas de la comunidad internacional. Se necesitan políticos auténticamente cristianos, pero antes aún fieles laicos que sean testigos de Cristo y del Evangelio en la comunidad civil y política. Esta exigencia debe estar bien presente en los itinerarios educativos de las comunidades eclesiales y requiere nuevas formas de acompañamiento y de apoyo por parte de los pastores. La pertenencia de los cristianos a las asociaciones de fieles, a los movimientos eclesiales y a las nuevas comunidades puede ser una buena escuela para estos discípulos y testigos, sostenidos por la riqueza carismática, comunitaria, educativa y misionera propia de estas realidades.

Se trata de un desafío exigente. Los tiempos que estamos viviendo nos sitúan ante problemas grandes y complejos, y la cuestión social se ha convertido, al mismo tiempo, en cuestión antropológica. Se han derrumbado los paradigmas ideológicos que, en un pasado reciente, pretendían ser una respuesta «científica» a esta cuestión. La difusión de un confuso relativismo cultural y de un individualismo utilitarista y hedonista debilita la democracia y favorece el dominio de los poderes fuertes. Hay que recuperar y vigorizar de nuevo una auténtica sabiduría política; ser exigentes en lo que se refiere a la propia competencia; servirse críticamente de las investigaciones de las ciencias humanas; afrontar la realidad en todos sus aspectos, yendo más allá de cualquier reduccionismo ideológico o pretensión utópica; mostrarse abiertos a todo verdadero diálogo y colaboración, teniendo presente que la política es también un complejo arte de equilibrio entre ideales e intereses, pero sin olvidar nunca que la contribución de los cristianos sólo es decisiva si la inteligencia de la fe se convierte en inteligencia de la realidad, clave de juicio y de transformación. Hace falta una verdadera «revolución del amor». Las nuevas generaciones tienen delante de sí grandes exigencias y desafíos en su vida personal y social. Vuestro dicasterio las sigue con particular atención, sobre todo a través de las Jornadas mundiales de la juventud, que desde hace 25 años producen ricos frutos apostólicos entre los jóvenes. Entre estos se cuenta también el del compromiso social y político, un compromiso no fundado en ideologías o intereses de parte, sino en la elección de servir al hombre y al bien común, a la luz del Evangelio.

Queridos amigos, a la vez que invoco del Señor abundantes frutos para los trabajos de vuestra asamblea y para vuestra actividad diaria, os encomiendo a cada uno de vosotros, así como a vuestras familias y comunidades a la intercesión de la santísima Virgen María, Estrella de la nueva evangelización, y de corazón os imparto la bendición apostólica.

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