La experiencia cristiana y la mujer

Una reflexión sobre la experiencia cristiana no puede prescindir de una reflexión preliminar sobre la experiencia religiosa universalmente humana, porque precisamente con este telón de fondo resulta evidenciada de modo más claro la peculiaridad radical de la primera.

En cualquier experiencia religiosa auténtica, y también en la cristiana, es decir, el sujeto se abre a la relación con el Absoluto, entrando en una relación que se distingue esencialmente de cualquier otra, porque el término al que el ser humano se dirige es del todo diferente: lo Divino, la Realidad última, el Fundamento primero de lo existente.

Justamente en este reconocimiento inequivocable de una analogía ineliminable emerge, sin embargo, inmediatamente la también inequivocable diversidad que la misma analogía prefigura, permitiéndonos acercarnos directamente a lo específico cristiano.

En la experiencia de la fe cristiana, en efecto, lo que llama la atención inmediatamente y que es testimoniado por toda la historia de la salvación, del Antiguo y del Nuevo Testamento, es que al origen de tal experiencia no encontramos un acto humano sino la absolutamente libre iniciativa de Dios que llama al ser humano a Su presencia y le dirige una palabra, suscitando en él una respuesta.

Íntimamente ligada a esta primera característica, está otra que se puede indicar como la dirección de la relación que respecto al Tú divino es totalmente vertical pero que en la Persona de Jesucristo, sin que el Tu pierda nada de Su trascendencia, se hace también horizontal, llamando a la relación con Aquel que ha aceptado plenamente nuestra condición humana.

Justamente esta centralidad de la dimensión relacional en la experiencia cristiana induce a considerar que tal dimensión es crucial también en el modo femenino de plantearse en el mundo y, en particular, en el contexto de las relaciones interpersonales.

Se puede, por ende, relevar la profunda sintonía que existe entre la experiencia cristiana y la indudable propensión femenina hacia las relaciones, como modalidad expresiva peculiar, caracterizada por la capacidad de escucha y la disponibilidad a la acogida.

En este sentido no es temerario afirmar que la experiencia cristiana presenta notas originariamente femeninas, pero aquí surge inmediatamente un interrogante que requiere una respuesta precisa: tales notas, ¿implican que ésta sea privilegio de la mujer?

La respuesta es obviamente negativa, como resulta de la larga historia de figuras de santidad masculina y como todo hombre sinceramente creyente es capaz de testimoniar respecto a sí mismo, pero entonces es necesario profundizar ulteriormente y motivar cuanto hemos constatado.

Pasando nuestra atención a las modalidades lingüísticas resulta que el estilo argumentativo y asertivo, históricamente, se ha configurado como casi exclusivamente masculino, proponiendo una pregunta especular a la precedente: tal estilo, ¿está cerrado a la mujer?

También en este caso la respuesta es negativa y ambas cuestiones nos remiten a la indudable posibilidad de integración, en todo ser humano, de aspectos masculinos y femeninos, con la prevalencia de aquellos ligados al propio sexo, sin que ello implique la ausencia de aquellos del sexo opuesto: «Así se ve que lo que se llama “femineidad” es más que un simple atributo del sexo femenino. La palabra designa efectivamente la capacidad fundamentalmente humana de vivir para el otro y gracias al otro.»[1]

Una mujer, entonces, siendo plenamente femenina, puede expresarse con el rigor de argumentación que normalmente reconocemos en un hombre (y la historia reciente de la teología lo demuestra), así como el hombre sin comprometer su masculinidad, es capaz de lograr aquella máxima profundidad de la experiencia cristiana que hemos reconocido como femenina.

La experiencia cristiana, además, aún actuandose en la más radical interioridad personal es, al mismo tiempo, también una experiencia comunitaria de fe comunicada y compartida y aquí al relación interpersonal entre creyentes de ambos sexos contribuye a la integración, en la subjetividad de cada uno, de aquello que es patrimonio del otro, sin mínimamente dirigirse hacia formas de confusión indistinta, sino disponiéndose, hombres y mujeres, a vivir la propia fe con una cada vez mayor madurez y con más amplia posesión de dones universalmente humanos, aún cuando fueran caracterizados como masculinos o femeninos.  

Giorgia Salatiello


[1] Congregación para la Doctrina de la fe, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo, 2004, 14.

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