Marzo-Mayo 2011: "Juan Pablo II y las mujeres"

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Es cierto que desde muy joven, Karol Wojtyła se caracterizó por una especial sensibilidad hacia la mujer y el mundo femenino; sensibilidad que llamó la atención del mundo en muchas ocasiones, durante los años de su ministerio petrino. En efecto, Juan Pablo II tuvo incontables gestos de fineza, atención y acogida para con las mujeres. Quizá es importante recordar que esta sensibilidad no era un mero sentimentalismo, sino fruto de su profunda y riquísima reflexión antropológica que ha quedado como herencia firme para la Iglesia, en su Magisterio. 

Podríamos afirmar, sin temor a exagerar, que uno de los filones más ricos del magisterio juanpaulino es su reflexión antropológica, que brotaba de su estar profundamente arraigado en la fe de la Iglesia, de su formación filosófica, de su intensa experiencia espiritual, de su apertura y sensibilidad a los dramas humanos de nuestro tiempo. No es casualidad que la frase más citada en sus escritos magisteriales sea aquella de la constitución pastoral Gaudium et spes, 22: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación.»

Juan Pablo II sintonizaba profundamente no sólo con “el genio femenino” sino con el misterio del ser humano en cuanto tal y quería ayudar a sus contemporáneos a esclarecer el misterio de quienes somos, a la luz de Cristo. Consciente de que la Iglesia es custodia de un tesoro de verdad que debe entregar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo sobre el misterio de nuestra identidad y vocación, ejerció con tenacidad y generosidad la diaconía de la verdad en este campo. La profunda reflexión antropológica presente en su Magisterio ilumina, como contraste, la confusión de nuestro tiempo y es el marco sin el cual es imposible entender a fondo la riqueza de sus reflexiones sobre la identidad y vocación de la mujer. Hablaba de la mujer porque hablaba de lo humano, porque nada de lo humano le era ajeno.

El nuevo Beato profundizó en su Magisterio la verdad de la creación del ser humano a imagen y semejanza de Dios, creado sexualmente diferenciado, con una misma dignidad, creado para la comunión. En el segundo relato de la creación aparece una soledad originaria del hombre que Dios constata no ser “buena” para él. De ahí la necesidad de proporcionarle “una ayuda adecuada”: ayuda no sólo en sentido físico o psíquico sino ayuda ontológica, ayuda recíproca para lograr la realización plena del ser hombre, del ser mujer. La sexualidad es el signo más fuerte de la relacionalidad humana, trascendiendo tanto el nivel de la mera genitalidad como la corporeidad y abrazando a toda la persona que es, por su carácter sexuado, abierta estructuralmente a la relación y al don de sí, según la modalidad propia y complementaria de su ser masculino o femenino.

Un pasaje nuclear al respecto lo encontramos en la Carta a las Mujeres de 1995, cuando dice «feminidad y masculinidad son complementarias entre sí no sólo desde el punto de vista físico y psíquico sino también ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo “masculino” y de lo “femenino”, lo “humano” se realiza plenamente … La mujer y el hombre no reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva: su relación más natural, de acuerdo con el designio de Dios, es la “unidad de los dos”, o sea una “unidualidad” relacional, que permite a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y que responsabiliza» (Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 7-8).

Se trata de la comprensión de la condición humana según el designio de Dios; lo masculino y lo femenino no se entienden aplicándoles categorías de inferior y superior, ni categorías de competencia o de conflicto ni mucho menos de imitación y homologación. Llamados a existir «el uno para el otro» (Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, 7) cada uno debe tomar conciencia de la propia identidad como un don confiado a su libertad, que necesita ser acogido y desarrollado en la entrega de sí mismo a los demás, en el amor.

En este marco, Juan Pablo II exaltó el genio femenino señalando como su máxima expresión y continua fuente de inspiración a María, la esclava del Señor, la Madre de Dios, la Mujer. Su obediencia y acogida, su servicio de amor que «le ha permitido realizar en su vida la experiencia de un misterioso, pero auténtico “reinar”» (Carta a las mujeres, 10), vividos en el constante don de sí misma a los demás. En esto es modelo para todos nosotros, particularmente para las mujeres.

Queremos dar gracias a Dios, rico en misericordia, por el don inmenso del Santo Padre Juan Pablo II y de la riqueza de su reflexión antropológica, que es un precioso legado que nos permite afrontar con firmeza los desafíos de nuestro tiempo. En su Carta a las mujeres, él nos agradecía por el hecho mismo de ser mujeres y en cuanto tales vivir y participar del mundo y de la Iglesia. Las mujeres de hoy le agradecemos por su guía paternal y segura, le agradecemos el habernos ayudado a comprender y acoger la belleza y dignidad de nuestra vocación.

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